Carta

¡Caldas tiene un sabor añejo!

Por: Eddie Vélez Benjumea




Escondido entre las montañas del sur del Valle de Aburrá la fértil tierra que vio crecer al gran Ciro Mendía esconde un gran secreto que pide ser revelado a gritos. 
Su gente; niños tan felices que aún se ven jugando en las calles al tin tin corre corre, mujeres que luchan constantemente por buscar su independencia en todo sentido y levantar sus hogares –cabe aclarar que Antioquia es un departamento matriarcal- y hombres que tan arduamente laboran para llevar la comida para sus casas –también es preciso decir que no se debe generalizar ni para decir siempre cosas buenas- todos necesitan dar a conocer cuáles son las particularidades que atañen a este sector del Área Metropolitana, un lugar que con más de un siglo y medio de historia sigue conservando un factor determinante de este secreto contado a puño y letra.

La comida y el agua abundan en este municipio; de la loza ni hablar, pues en ningún hogar caldeño falta, supongo, al menos una pieza de vajilla de la más representativa empresa local, la Locería Colombiana, insignia de la historia que sustenta las bases del levantamiento del pueblo. Los tonos coloridos son característicos en este lugar; el verde goza de una sublime abundancia al ser uno de los municipios metropolitanos con más extensión rural respecto a su tamaño, por no decir el que más tiene. Sus parques aún conservan líneas y formas coloniales y todavía es posible observar casas tan antiguas que sirven incluso de posada para las miles de palomas que plagan este Cielo Roto.

Si deseas emprender la búsqueda de conocimiento es preciso ir a la biblioteca municipal, pero si lo que quieres en realidad es encontrar sabiduría su parque principal es la fuente más oportuna que puedes hallar. Desde las siete de la mañana decenas de adultos mayores se asientan en las múltiples banquetas, algunos a vender relojes, otros para cambiar objetos de oro golfi* y algunos más aguantando que el día fluya, a la espera de una buena conversación o de tal vez solo ver pasar las horas en el gigantesco reloj de la catedral Nuestra Señora de las Mercedes.

¡Oh Caldas, pueblo añejo! Añejo entre las ramas de sus árboles centenarios. Añejo por la sorprendente cantidad de adultos mayores que afortunadamente aún tenemos la posibilidad de acompañar. Añejo, pese a que cada vez crece más hacia el cielo parece estar congelado ante el atroz progreso que a veces pueden traer las ciudades. Añejo porque en algunas de sus adoquinadas calles y destapadas carreteras aún se conserva el recuerdo de los pujantes arrieros que salían a diario a vender sus pimpinas llenas de leche, mantequilla o quesito de hoja.


Venir a Caldas por pura casualidad implica varias cosas; que te enamores de sus cálidos colores, de su imponente cielo roto, de que te vistas en la mañana para un día cálido y al medio día te encuentres bajo una estruendosa  tormenta. Así que si no tienes las agallas para soportar el sabor de un pueblo tan añejo, quédate con las también bellas pero no tan hermosas cuadrículas de las ciudades -sí, las urbes también tienen su encanto- del a veces contaminante progreso urbanístico de las selvas de hierro. Porque quizá aún no estés preparado para vivir la siempre fluctuante diversidad que implica respirar un aire tan puro, observar unas montañas tan verdes, y beber el agua de donde nace tu río Medellín.

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